ABRIL: EMPATÍA
La casa de Halvar
Hace más de cien años, en Suecia, vivía
en una hermosa y verde colina un gigante llamado Halvar. A pesar de ser un
hombre mucho más grande de lo normal, nadie le tenía miedo. Todos los
habitantes de los alrededores le querían y respetaban porque era un gigante
bueno y generoso.
Lo que más amaba Halvar era hacer feliz
a la gente. En cuanto tenía oportunidad regalaba todo lo que tenía incluso
aunque él se quedara sin nada. De hecho, era un gigante muy pobre que apenas
tenía para comer pero que a pesar de todo se consideraba un tipo afortunado.
Con la llegada del buen tiempo Halvar se
sentaba en la puerta de su humilde aunque enorme casa de madera, y con una gran
sonrisa saludaba a todo el que pasaba por delante ¡Sentarse al sol, mordisquear
briznas de hierba y observar a sus vecinos para darles los buenos días, le
encantaba!
Un día pasó junto a él un hombre que no
conocía. Tenía mala cara, iba vestido con harapos y tiraba de una vaca huesuda
que de tan flaca casi no podía andar. Halvar, tan amable como siempre, le
saludó con la cabeza y se interesó por él.
– ¿Va al pueblo a vender su vaca, señor?
– Sí, a eso mismo voy. Mi mujer y
yo estamos pasando una mala época y no tenemos nada que llevarnos a la
boca. No creo que me den mucho por este viejo animal… ¡Con suerte podré
cambiarlo por un saco de harina para hacer pan!
Al gigante se le encogió el corazón ¡Qué
pena le daba ese hombre! Una vez más, quiso mostrar su generosidad.
– ¡Espera, no te vayas! Veo que
necesitas ayuda y quiero hacer un trato contigo. Si te parece bien, te cambio
la vaca por siete cabras jóvenes y bien alimentadas.
El hombre, lógicamente, desconfió de sus
palabras.
– No entiendo… ¡El trato que me propones
no es justo porque evidentemente tú sales perdiendo!
Halvar le miró con ternura.
– No quiero ganar nada, amigo, solo
ayudarte un poco. Aguarda un momento que voy a por ellas.
Dio cuatro o cinco zancadas de gigante
hacia la parte trasera de la casa y con otras cuatro o cinco regresó tirando de
una cuerda que ataba siete cabras blancas y con una pinta estupenda.
– ¡Toma, aquí las tienes! Espero que a
partir de ahora las cosas te vayan mejor y seas muy feliz.
El desconocido le entregó la escuálida
vaca y se alejó, todavía sin creérselo mucho, con las siete cabras rumbo a su
hogar.
¡Imagínate la cara de felicidad de su
mujer cuando se encontró con la sorpresa! Entre los dos metieron las cabras en
el establo y a partir del día siguiente, empezaron a ordeñarlas. Con los litros
de leche que obtuvieron fabricaron exquisitos quesos y los vendieron en el
mercado del pueblo. Un tiempo después, con el dinero ganado, compraron varias
docenas de gallinas que cada mañana ponían unos huevos enormes de yema
anaranjada que la gente pagaba con mucho gusto.
Las cosas les fueron tan bien que en
pocos meses empezaron a nadar en la abundancia y a disfrutar de la vida. Jamás
se acordaron de darle las gracias a quien les había dado la oportunidad de
salir de la pobreza: el gigante bueno.
Pasó el tiempo y una mañana el granjero
pasó por delante de la casa de Halvar. Allí estaba él, como siempre, sentado
bajo el sol, mascando una brizna de hierba y regalando sonrisas a todo el
mundo.
Agitando su manaza, le saludó con
alegría.
– ¡Amigo mío, qué gusto me da verte
pasar por aquí! ¡Tienes buena cara! ¿Por qué no pasas, te invito a merendar y
de paso me cuentas cómo te ha ido con las siete cabritas?
Por increíble que parezca, el granjero
no tenía ningún interés en hablar con él y se limitó a gritarle desde el
camino:
– ¡Lo siento, pero tengo mucha prisa!
Por cierto, veo que sigues en tu casucha de madera y todo el día tumbado al
sol. Te daré un consejo: trabaja e invierte bien tu dinero y tal vez algún día
podrás ser tan rico como yo lo soy ahora.
Y sin una muestra de agradecimiento, sin
una muestra de cariño hacia Halvar, continuó su camino pensando únicamente en
cómo aumentar su fortuna.
Halvar se sintió apenado al comprobar
que en el mundo hay personas que no valoran la ayuda desinteresada de los
demás, pero después pensó que eso no le iba a cambiar y que seguiría ayudando a
quien lo necesitara siempre que se presentara la ocasión.
Así lo pensó y así lo hizo de por vida;
Halvar continuó con su vida tranquila y feliz a pesar de ser pobre, y
recibiendo el cariño de los vecinos que sí apreciaban su buen corazón.
AUMENTAN NUESTROS RINCONES DE RECICLAJE